sábado, 29 de octubre de 2011

Antonieta Riva de Fernández, mi madre








Antonieta Riva de Fernández
            El Callao (Lima, Perú) el 9 de julio de 1914 – Cali, Colombia, 2 de abril de 2007
              Texto publicado por Leonor Fernández Riva en el libro “El legado de Toña". 


Antonieta nació en el puerto de El Callao (Lima, Perú) el 9 de julio de 1914. En esos días se libraban en Europa las batallas iniciales de la Gran Guerra, pero aquellos trágicos acontecimientos no interferían mayormente en la apacible vida de los pueblos de América del Sur, pues las noticias llegaban menguadas hasta estas latitudes a través de los únicos medios de comunicación de la época: los radios de onda corta y los teletipos de los periódicos. ¡Parecían tan lejanas!
Lima era para entonces una ciudad cosmopolita que conservaba, sin embargo, el encanto y la tranquilidad de las poblaciones pequeñas y provincianas. Aún podían verse transitar por sus calles, junto a los sorprendentes automóviles, elegantes carruajes de caballos conservados amorosamente por algunas familias aristocráticas. Y era típico observar también por los barrios limeños el paso de los burritos cargados de frutas y verduras. Había mucho tiempo para el esparcimiento y el recreo. En las noches las gentes se reunían en los parques para disfrutar amenas retretas con las bandas municipales, y en el verano las playas se llenaban de alegres bañistas cuyos «atrevidos vestidos de baño» eran criticados por la recatada sociedad limeña. La religiosidad ocupaba también una parte importante del tiempo de los limeños. La población acudía en masa semanalmente a cumplir con los ritos dominicales. Los santuarios de Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres, los santos limeños, eran muy venerados y en la Semana Mayor la procesión del Señor de los Milagros concitaba la devoción de todos los habitantes. La multitud no cabía en las calles; el recorrido de la imagen milagrosa por el centro de Lima se hacía al grito de «¡Avancen, hermanos!»
No existían todavía los grandes supermercados, pero las plazas de mercado limeñas eran un regalo a la vista y el olfato. Había abundancia de frutas, verduras y productos importados. En el suelo se amontonaban los bultos de aceitunas negras y verdes, de ciruelas pasas, de higos, de bacalao noruego. Las tiendas de los chinos, que habían llegado años antes al Perú en gran número, ofrecían toda clase de productos, algunos exóticos y desconocidos. Los carnavales se celebraban en Lima con gran euforia. En algunos barrios los vecinos cerraban las calles y se armaban alegres y bulliciosos bailes. De noche, los salones y clubes de la capital se llenaban de luces y elegancia en fiestas suntuosas en las cuales los participantes se «atacaban» con «sprays» de perfume. El carnaval se prestaba para el coqueteo y los noviazgos. En aquellos días las personas no pensaban mucho en el futuro; vivían y disfrutaban el presente.
En esa ciudad polifacética, de claro corte español, cuyas calles empedradas y estrechas encerraban tantas historias y leyendas; en aquel ambiente algo frívolo y despreocupado, transcurrieron la niñez y la juventud de «Toñita», como sería conocida siempre Antonieta por amigos y familiares.
Antonieta creció en una familia de clase media, muy unida, alegre y «jaranera» (la palabra «jarana» equivale en Colombia a «rumba»). Una familia que disfrutaba reuniéndose con cualquier motivo. Su niñez fue feliz. En su casa todos la querían y consentían. Sumamente despierta, tenía excelente memoria. Aprendía con rapidez en el colegio largas poesías que luego le pedían recitar en todas las reuniones, lo que hacía sin complejos ni timideces. Aunque no era una niña especialmente bonita, tenía un gran encanto natural y mucha picardía. Su madre, profesora de primaria y defensora de la norma «la letra con sangre entra», le impartió una educación estricta que incluía tanto su formación social y moral como el estudio de los clásicos y la literatura peruana.
Antonieta era una buena lectora. Disfrutaba leyendo lo que llegaba a sus manos y conversando más tarde sobre ello. Tenía espíritu competitivo. Le gustaba sobresalir y destacarse. Pero su verdadero placer lo encontraba pasando largas horas en la cocina, en compañía de su abuela Hilaria, viéndola mover peroles y picar ingredientes al preparar las viandas de cada día. Junto a ella, Antonieta fue adentrándose desde muy niña en los secretos y la sazón de la deliciosa comida peruana. De su abuelo italiano, Rodarico Riva, heredó también esta afición por la cocina y la tradición de los gustosos y elaborados platos europeos. Y, junto a su padre, Uldarico Riva, aprendió a degustar cotidianamente manjares escogidos, que llegaban de todas partes del mundo a los puertos de El Callao y Sechura, de los que Uldarico era administrador. En su hogar eran familiares los jamones ahumados envueltos en papel encerado que venían de Alemania; el queso gruyere, de Holanda; el mazapán y el turrón español, desde la madre patria; las mantequillas de Dinamarca y los bacalaos noruegos. Así, en medio de alegrías sencillas y mucha unión familiar, matizada siempre por exquisitas viandas, transcurrió la vida de la juvenil Antonieta y esos son también los recuerdos gratos que guardó siempre en su memoria pues, aunque se marchó muy joven del Perú, siempre preservó como un tesoro las costumbres y tradiciones de su ciudad nativa.
Al crecer, Antonieta se convirtió en una jovencita espigada y muy atractiva, que solía acompañar a sus tías mayores a los infaltables bailes limeños. La pequeña «Toñita» era muy simpática, tenía lo que en Perú llaman «jale»; siempre estaba rodeada de pretendientes. En las reuniones los chicos hacían cola para sacarla a bailar. En una de estas ocasiones acompañó a su tía Marina a una matiné bailable que parecía sería una de tantas. Pero en esta fiesta conocería a un carismático caballero cubano que cambiaría su vida. Antonieta se sintió inmediatamente atraída por el guapo, simpático y elegante personaje y éste a su vez quedó prendado desde el primer momento de la bella y graciosa peruanita. Así, de forma casual y aparentemente intrascendente, como suceden casi todas las cosas trascendentes en la vida, empezaría una larga historia de amor.
El matrimonio entre José Fernández Morgado, mi padre,  fundador de Impresora Feriva, y Antonieta Riva Herrera, se celebró en el año 1931. Antonieta contaba diecisiete años; José, treinta y tres. Durante los siguientes tres años se radicaron en Lima. José Fernández trabajaba como linotipista y titulador en el diario El Comercio de Lima, donde era muy apreciado y querido por la familia Miró Quesada, fundadora del tradicional matutino limeño. No obstante, el cubano, poseedor de un temperamento hogareño y más bien reservado, no se sentía completamente a gusto en la alegre y festiva capital peruana. En su memoria estaban las cálidas y acogedoras tierras colombianas que ya había conocido al residir durante un año en Cartagena. A “Toña”, de temperamento abierto e inquieto, le pareció interesante la idea de conocer otras tierras y otras gentes. Nada veía difícil ni extraordinario si lo enfrentaba junto a su esposo al que tanto quería. Y así, dejando atrás familiares, costumbres y tradiciones, un buen día el matrimonio Fernández Riva se hizo a la mar con destino a Colombia. Lo último que recordó siempre Antonieta de su partida de Lima fue la figura austera y triste de su tío Augusto parado en el muelle agitando la mano como despedida. El resto de la familia prefirió no asistir a un momento que consideraban tan triste, pues antes ningún otro pariente había marchado a radicarse en el exterior.
Tras dos semanas de navegación llegaron en el Cerigo a Buenaventura y de allí tomaron el camino a Bogotá donde Morgado el cubano, como sería más tarde conocido por su apellido materno, dirigiría los talleres de El Siglo de Laureano Gómez. El político conservador le brindó su amistad y aprecio desde el primer momento y le distinguió siempre con especiales muestras de cariño y deferencia. El trayecto por tierra desde Buenaventura hasta Bogotá le permitió a la pareja hacer un puente en la ciudad de Cali y conocer brevemente la cálida y acogedora ciudad del Valle del Cauca que tanto se parecía a las de la lejana Cuba. Días después Bogotá les acogió con gran simpatía. Fueron muchos los acontecimientos gratos que rodearon su estadía en la capital. Estadía que duraría tres felices años. Pero, lentamente, la inconformidad empezó a abrirse nuevamente camino en la mente del cubano Fernández Morgado. La deshonestidad de algunos compañeros de trabajo y la escasez de agua de la capital, algo endémico de la Bogotá de aquellos días, precipitaron las cosas. Y, nuevamente, la inquieta pareja volvió a hacer maletas, esta vez con destino a Cali. No lo presentían en aquellos momentos, pero en aquella ciudad se radicarían definitivamente y formarían una extensa familia.
La ciudad a la que llegaron José y Antonieta en 1937 era muy diferente de la actual metrópoli. Cali era en ese entonces un pueblo grande donde todo transcurría en forma sencilla, austera y familiar. La vida tenía el encanto de la familiaridad; del conocerse todo el mundo. La calidez y sinceridad de su gente se hicieron patentes desde su llegada. Los amigos que les brindaron su amistad en ese primer momento son los amigos de la familia que aún perduran.
Iniciaron entonces un camino que no siempre sería fácil. La vida despreocupada y un tanto frívola de la ciudad de Lima había quedado definitivamente en el pasado. La familia Fernández Riva fue creciendo a través de los años. Fueron once los hijos que llegaron al hogar de Antonieta y José: Claudio José (q.e.p.d.), el mayor; Leonor María, los mellizos Ernesto José y Javier Antonio (q.e.p.d), Rosa Stella, Álvaro José, Marta Cecilia (q.e.p.d); Manuel Vicente, María Eugenia, Carlos Guillermo y José Enrique, el menor y el único, más conocido por su sobrenombre de “Pepito”. Afrontar las necesidades de una prole tan numerosa era una labor titánica. Morgado, el elegante y carismático cubano, dedicó entonces toda su capacidad y todo su tiempo y esfuerzo a levantar a su familia. Y Antonieta, la graciosa y encantadora limeña, dejó en el recuerdo la alegría y la jarana que habían sido parte importante de su vida juvenil, para dedicarse a educar y formar a sus hijos. Anhelaba verlos a todos convertidos en excelentes ciudadanos y profesionales exitosos. Con gran inteligencia supo inculcarles el deseo de superación y el amor por la lectura y el estudio. Con inmensa ternura preservó las costumbres culinarias de su tierra nativa y les brindó a su esposo y a sus hijos en cada comida familiar una copia exquisita de las delicias que años atrás aprendió de su abuela cuando era una niña.
Fernández Morgado trabajó durante varios años en Diario del PacíficoRelator y en La Voz Católica, empresas donde dejó impreso su sello de empuje, capacidad y honestidad a toda prueba. Sin embargo, en su mente ya tenía firmemente determinado que sería independiente, que formaría una empresa propia, una empresa para su familia. Este sueño se convertiría en realidad con el correr de los años. Pero no sería labor de un día. Fueron años de lucha, de adquirir poco a poco, casi a costa de su misma sangre, los implementos necesarios para crear su imprenta. Muchas decepciones, mucha falsedad encontró a lo largo del camino, pero también verdaderos amigos, familiares de corazón, como Susana Vaccari, la inolvidable amiga que les dio la mano a él y a Antonieta con un regalo asombroso y providencial en el momento en que más lo necesitaban. En esta lucha sin tregua para criar y educar a su familia y levantar su empresa editorial estuvo siempre a su lado Antonieta, la gentil y entusiasta dama peruana a la que un día unió su existencia y que lo acompañó a lo largo de su vida respaldándolo y apoyándolo siempre en su lucha, en sus sacrificios y en sus realizaciones y brindándole un sabor especial a su existencia con las delicias de una cocina que siempre tenía algo mágico y delicioso para ofrecer.

 José Fernández Morgado, mi padre,  falleció el 24 de mayo de 1987, un año después de que le fuera otorgada la ciudadanía colombiana, a la edad de noventa años. Quiso morir siendo colombiano, pues como solía repetir: “Aquí, donde todas las cosas me hablan de amor, aquí está mi patria”.

Mi madre sobrevivió veinte años a mi padre. Tuve el inmenso privilegio de acompañarla en los últimos años de su vida y de llevar alegría y amor a su vida.  Cuando se acercaba su cumpleaños número noventa, me surgió la idea de recopilar de sus propios labios esas recetas con las que nos había hecho felices a  lo largo de toda su vida. A través de muchos días fui realizando esta labor. Y luego, con la ayuda de mi hermano Ernesto, magnífico corrector de estilo, fuimos transcribiendo esas recetas a un lenguaje muy sencillo pero claro para que fueran completamente comprensibles y fáciles de realizar por cualquier persona que se animara a hacerlo. Personalmente escribí el prólogo, la dedicatoria y la biografía final. Y cuando todo estuvo listo se realizó en la empresa gráfica de la familia  la edición del libro  al que le titulé El legado de Toña. 

Cuando llegó el gran día de su cumpleaños organizamos una celebración inolvidable: exquisitos y variados manjares, serenata con mariachis, himno nacional del Perú con un trompetista al momento de apagar mi madre sus noventa velas, deseos y palabras de cariño expresadas por  cada uno de los miembros de nuestra familia y de los amigos íntimos presentes en el evento. Y al final,  cuando ya  la fiesta declinaba me acerqué a mi madre con una gran vasija de barro en la que había puesto los libros y le dije: "Mami le hemos servido a los invitados exquisitas viandas, pero este es el plato final y quiero que usted le ponga su sazón".  

Y en ese instante destape la vasija de barro y le enseñé los libros. Es de imaginar la sorpresa y felicidad de mi madre. Nunca voy a olvidar su expresión, entre emocionada, feliz y sorprendida. Fue realmente algo maravilloso.

 La primera edición del Legado de Toña fue publicada y obsequiada a mi madre  en su cumpleaños número noventa. A esa edad y hasta los noventa y tres años continuó dirigiendo su casa con la misma lucidez y firmeza de sus años juveniles. Siguió encontrando placer en la lectura y en las actividades sociales, pero sobre todo, continuó uniendo a todos sus hijos, familiares y amigos, y enriqueciendo nuestras vidas con sus ya proverbiales y míticas tertulias gastronómicas en las que siguió sorprendiendo a todos con la variedad y exquisitez de sus viandas, cuyas recetas dejó como precioso legado a toda la familia. 

El lunes 2 de abril de 2007 Antonieta Riva de Fernández, “Toñita”, falleció en la Clínica Nuestra Señora de los Remedios de Cali. Se fue plácidamente en medio del cariño y tribulación de todos quienes la conocimos,  admiramos  y quisimos.

El tiempo continúa su paso inexorable. Ya se cumplieron tres años de su partida, pero su imagen querida y su ejemplo de amor, entrega y generosidad están hoy, como ayer, presentes en mi memoria y en mi corazón.

lunes, 17 de octubre de 2011

Un poco de historia


Algo más sobre mí

Nací en Santiago de Cali a mediados del siglo pasado. Una ciudad  muy diferente a la de ahora, quizá todavía un poco provinciana, pero  tranquila, segura, sin invasiones, sin barrios miseria, sin embotellamientos de tránsito. Una ciudad en la que  podías caminar sin recelo prácticamente por todas  partes;  disfrutar sus ríos incontaminados; bañarte en los alejados charcos del Cabuyal sin ningún  peligro; pasear  de noche  y desprevenidamente por la Avenida del Río (y por todas partes);  hacer tus compras sin recelo en la galería del Calvario;  acudir a misa en la madrugada y toparte con las infaltables  beatas vestidas rigurosamente de negro. Una ciudad en la que todavía  era frecuente ver el sacerdote en las mañanas llevando los santos óleos  a un  enfermo  grave  en medio de cantos religiosos  y  a través de un camino cubierto de pétalos de rosa;  en la que el zapatero remendón, el afilador, los compradores de botellas usadas, los soldadores de ollas, la leche repartida en camioneta,   eran  figuras cotidianas en todos los barrios. Una ciudad en la que todavía las mujeres no acostumbrábamos usar pantalón sino para los paseos campestres;   en la que no existían aún las marcas famosas ni los grandes supermercados y en la cual los   restaurantes se contaban con los dedos de la mano.  En la que todavía no había asaderos de pollos, pizzerías ni comida rápida  y en  la cual  debíamos acudir necesariamente al centro a realizar nuestras compras pues era la única zona comercial de la ciudad.  Una ciudad inolvidable,  amable, sencilla y cálida en la que era notoria la alegría y el  espíritu  rumbero de sus habitantes pero que todavía no se había convertido en la Capital Mundial de la Salsa,  pues era simplemente, la Sultana del Valle. Una hermosa, señorial  y cálida sultana.

Disfruté  una niñez mágica marcada por los relatos  maravillosos de mi madre  y por las costumbres y   ritos   cautivadores  con los cuales ella rodeó  mis primeros años. Creo que empecé a amar los libros desde el vientre materno. Mamá fue una mujer muy inteligente, una gran lectora y una madre incomparable.  Para ella cada uno de los embarazos de sus once hijos  fue el periodo sagrado de la gestación de un ser feliz.  Durante  sus embarazos, procuraba  tener solo pensamientos positivos;  leía  muchos libros, pero solo libros con historias felices. Creo que mi concepción y gestación debieron ser  inusitadamente placenteras  porque nací con una sorprendente propensión  a ser feliz y  a ver siempre, o casi siempre,  el lado amable de la vida.  suelo decir parafraseando los versos de César Vallejo: yo nací un día que Dios estaba alegre… feliz.

Sería largo contar la serie de hechos felices que rodearon mi infancia   pero  en mi corazón se quedaron grabadas  indeleblemente sobre todo,  las vivencias que disfruté en la temporada que vivimos en  la casa  Diocesana de Cali en la que funcionaban los talleres del periódico  La Voz Católica que mi padre ;  una casa con un mangón de más  dos manzanas donde viví junto a mis hermanos pilatunas sin cuento. Otra etapa inolvidable de mi niñez fue la  encantadora estancia en Popayán caracterizada por innumeras y  gratas correrías. Y siempre, siempre,  a través de todos mis momentos y de todos mis espacios,  los libros, muchos libros.   Ellos, como siempre lo digo, han representado en mi vida,  la  más maravillosa aventura.

Nunca fui una belleza en el sentido estricto de la palabra pero al crecer me convertí en una jovencita esbelta y   atractiva que arrancaba muchos piropos a su paso por la calle y sobre todo en los paseos al río cuando acudía al Bosque Municipal en compañía de mi padre y de mis hermanos.

Estudié en la Sagrada Familia y al graduarme de bachiller decidí acompañar a mi padre en su empresa gráfica que en ese momento estaba todavía en formación. Esa fue mi universidad. Allí, aprendí a admirar el coraje,  la inteligencia y el amor por su familia  de ese ser excepcional que fue José Fernández Morgado, mi padre.  Mis funciones a su lado eran multifacéticas.  ayudaba a corregir textos,  llevaba la elemental contabilidad, atendía a los clientes, cotizaba, cobraba, plegaba, encarraba las revistas y periódicos;  acudía al banco a depositar cheques,  hablaba con el gerente para solicitar sobre giros (algo muy frecuente en esos primeros años de la empresa)…  Y si por algún motivo no acudía la chica de la limpieza, pues barría y servía los tintos.  Ese fue un periodo realmente inolvidable y enriquecedor  de  mi vida sobre todo por la presencia de mi padre.

 Esta etapa terminó al contraer matrimonio. Desde los quince años  mantuve a la  un noviazgo por carta con un joven manizalita que estudiaba Ingeniería Química en la Escuela  Politécnica de Quito. Nos conocimos en Cali en una Novena de Navidad de las que se acostumbraba realizar en los barrios por ese entonces.  Al verme, quedó literalmente flechado  Iniciamos nuestro noviazgo y al  marcharse a estudiar a Ecuador, nuestra relación continuó por correspondencia. Lo enamoró mi presencia pero  lo  conquisté con mis cartas. Creo que allí empecé mi carrera como escritora.  Nos casamos un año antes de terminar su carrera.  No quiso esperar más.  Yo tenía veinte años y él veinticuatro.

Luego de nuestro matrimonio viajamos  a Quito ciudad en la cual  él debía continuar su último año de estudios universitarios.  Al graduarse tomamos la decisión de radicarnos en esa ciudad. Quito era en ese entonces y lo sigue siendo, una ciudad encantadora, de gente amable y buena y  con un entorno lleno de misterio y de leyenda que nos cautivaba.

Yo iba a ser -así me lo había propuesto-, la mejor esposa del mundo, la mejor cocinera, la mejor amante, la mejor ama de casa, la mejor compañera,  pero a veces las cosas no resultan como uno las planifica. Esencialmente romántica, había imaginado una relación casi como de cuento de hadas.   Y claro, no resultó así. Mi matrimonio a pesar del enamoramiento y pasión iniciales empezó a mostrar grietas de profunda incompatibilidad.  Y en algo que para mí era fundamental:  los libros y la lectura. A mi esposo poca gracia le hacía que yo “perdiera “el  tiempo leyendo.  Pero me había casado para toda la vida. Por  mi mente no pasaba siquiera la idea de  separarme de alguien a quien le había jurado amor eterno.  Y traté entonces de acoplarme a mi nueva realidad. Mi vida de casada continuó pues   con altos y bajos, con momentos a veces felices y a veces frustrantes a través de muchos años.  

  Nacieron mis tres hijas; crecieron; fueron primero  al colegio y luego a la universidad. Durante todo  ese tiempo fui esencialmente madre, esposa y ama de casa. Pero mi refugio eran los libros, la lectura. Asistía a cursos de literatura y mantenía con algunas amigas un grupo literario en el cual comentábamos los libros que leíamos.  Colaboré también como ejecutiva de cuentas de Dinners Club del Ecuador  y luego como correctora en la revista mensual de esa empresa.  En determinado momento la editorial del  Banco Central del Ecuador convocó a un concurso para elegir correctores de estilo para la gran cantidad de libros que se editaban en esa institución.  Al ingresar al salón en que nos tomaron la prueba vi  a unas cincuenta  personas;  grande fue mi asombro  al ver a varios reconocidos periodistas y escritores  entre los participantes.  Contesté el examen que nos dieron a cada uno y me retiré sin mayor esperanza. Cuál no sería mi sorpresa al saber días después que había sido elegida entre todas esas personalidades para desempeñar el cargo de correctora gramatical y de estilo de esa casa editora. En esa editorial trabajé como correctora durante dos años hasta que enfermó gravemente la menor de mis hijas.  En ese momento lo dejé todo y me dediqué a ella. Luché por salvarla.  Pero mis esfuerzos fueron inútiles. La vida me deparó  el  dolor más intenso que haya experimentado jamás al  verla morir  un mes antes de cumplir quince años a causa de un cáncer maligno  en la glándula suprarrenal.

Pero la la vida continúa y también esta vez, a pesar de mi pena, siguió su curso.  A lo largo del tiempo, de los sufrimientos  y dificultades que nunca faltan, he comprobado que el mejor remedio para el dolor es el trabajo.  Un año después volví  a trabajar  como correctora, esta vez  en la editorial Abya Yala  de los padres salesianos. Una editorial que publicaba una gran cantidad de libros anualmente. Durante esta misma etapa  trabajé también  en el  periódico La Hora de Quito,  una maravillosa experiencia periodística pues en ese diario colaboré no solo como correctora sino  también  como periodista con  algunos artículos y crónicas. 

El tiempo siguió  su marcha. Mis  dos hijas se casaron y formaron sus propios hogares.  Y entonces, mi esposo y yo volvimos a quedarnos solos,  pero  enfrentados ahora a  nuestra soledad compartida. Las grietas que nos separaban   se hicieron profundas,  insalvables.   Después de más de treinta años de matrimonio, tomé la decisión de separarme.

Es duro decirlo, pero a partir de ese momento  volví a  experimentar la inmensa satisfacción de sentirme nuevamente libre, de volver a ser simplemente como tantos años atrás, Leonor Fernández Riva. Y fui feliz. Intensamente feliz.  Ya separada edité en Quito una revista de añoranza que titulé Quiteñidad y que fue calurosamente recibida por toda la sociedad quiteña.

Al año siguiente regresé a vivir nuevamente a Colombia al lado de mi madre anciana. La vida me otorgó el inmenso privilegio de poder  acompañarla en la última etapa de su vida y de confortarla luego al momento de su muerte.

Pero en Cali, me aguardaba nuevamente el destino.  En la tarde de mi vida y cuando menos lo esperaba, llegó nuevamente el amor. Y tuve  la dicha indescriptible  de  compartir un amor apasionado y único  con un  ser especial.  Un hombre de una gran belleza física y espiritual.  Un hombre que me adoró y al que yo quise con la  locura y con la entrega que solo se tiene en esta etapa de la vida.

 Pero el destino no transita por caminos rectos y previsibles. Cuando menos lo esperaba, cuando la vida sonreía y parecía que mi dicha iba a ser eterna, la muerte me arrebató de pronto y sin aviso ese maravilloso ser. Santiago, mi gran amor,  falleció repentinamente a la edad de cincuenta y seis años víctima de un aneurisma.  Y en ese momento, literalmente,  se me rompió el corazón. 

Me costó recobrarme. Pero como bien dijo Cortázar en la tumba de su novia: “la vida es más fuerte que el dolor”. Y esta vez también, la agonía de ese adiós sin remedio fue dejando lugar  poco a poco con el paso del tiempo a un sinnúmero de recuerdos hermosos. Y el dolor de la ausencia del ser amado se transformó entonces en la dulce evocación  que hace plena y llevadera mi existencia.

Ahora,  tengo un nuevo amante, un amante  que llegó  también en la tarde de mi vida; un amante prodigioso que me depara intenso placer; que siempre está allí cuando lo necesito, que me cuenta siempre historias nuevas, que me mantiene al día en todo lo que sucede  y  que absuelve todas  mis dudas; aunque a veces, solo a veces,  me saca también de quicio cuando se desconfigura o se contamina con ciberbichos. Ese amante es  mi computador. Con su ayuda y mi loca imaginación me la paso escribiendo multitud de historias que se me vienen a la cabeza. O comentarios que se me ocurren acerca de muchas, muchas  cosas y circunstancias  cotidianas. No sé qué haría sin él.  Creo que me he convertido en una ciberadicta.

Siempre me pregunto: ¿Cómo hicieron  escritores prodigiosos como Honorato de Balsac, Víctor Hugo, Moliere, Cervantes,  y tantos, tantos otros,  para escribir sus prodigiosos textos sin la ayuda de esta  incomparable  caja negra? El caso es que para mí  se ha vuelto indispensable. Con su ayuda edito anualmente  el Almanaque Imprescindible Leonor, una publicación con el sello  característico de las revistas de antaño.  Una réplica del conocido Almanaque Bristol pero a la que le he dado mi sello personal. En ella trato de guardar un sano equilibrio entre el humor, la información, la reflexión y las cápsulas de salud, cultura, gastronomía y consejos útiles. Todo muy ameno para el lector. Ya voy por el séptimo número y estoy imprimiendo treinta mil ejemplares.

Hace cinco años publiqué mi libro de poesías Cristal con poemas sencillos pero apasionados y sinceros que llegan al alma de quienes están enamorados.  Agotada la edición impresa ahora está de venta en la librería virtual de  Amazon.

Mantengo en internet  varios blogs sobre temas variados. El que más alimento  es el de Opinión en el que  presentó las columnas que son  publicadas en el Diario Occidente de Cali. Eventualmente colaboro también  en la corrección y edición de  varias publicaciones. Actualmente  ocupo transitoriamente el cargo de gerente general de Impresora Feriva, la empresa familiar,  y me ocupo también de editar íntegramente el boletín  interno de la empresa, una publicación dirigida al personal que labora en ella. He  participado en varios talleres literarios, todos muy enriquecedores pero en este momento  prefiero caminar sola sin influencias de ningún tipo. Mis grandes pasiones son la lectura y la escritura. No tengo sin embargo,  ninguna presunción respecto a mis escritos y mi única  expectativa al respecto es que más adelante, quizá  cuando ya no esté aquí, alguno de mis nietos  o  descendientes  lea cualquiera de mis textos y piense, aunque solo sea por un instante  en esa abuela loca a la que en el ocaso de su vida le dio por escribir.

Por lo demás, mi vida  transcurre plácida y sin mayores matices pero con mucha alegría y paz interior.  A pesar de mi edad ( no,  no se hagan ilusiones. No voy a decirla ) tengo una excelente salud y eso colabora mucho con mi bienestar.  Como bien decía mi madre: “El secreto de la felicidad está en tener buena salud y mala memoria”. Y yo disfruto de las dos, pero además he aprendido que la palabra que más rima con  felicidad es  tranquilidad y ella es  también una realidad en mi vida.

 Si tuviera que definir mi estado actual tendría que decir que soy feliz. Intensa, plena  y maravillosamente  feliz