miércoles, 5 de enero de 2011

Fotografías de mi niñez

Leonor Fernández Riva.
 A los pocos meses de nacida ya se insinuaban las formas rotundas que alcanzaría mi figura en años posteriores.




Leonor Fernández Riva.
Al año de nacida.  Feliz y descomplicada después de haber superado el difícil trance de la tosferina. Se nota lo descomplicada ¿verdad?
Leonor Fernández Riva
( un año de edad)
comentarios, por favor, comentarios

Leonor Fernández Riva.
 Con un bimbo cuando empezaba a caminar. Cómo negar mi vena gastronómica. Por mi expresión, creo que ya lo imaginaba asado.




Algo de historia

En 1947 y ya siendo conocido en el medio de la imprenta, le ofrecieron a papá, el periodista cubano José Fernández Morgado,  un contrato muy ventajoso para  administrar los talleres del periódico La Voz Católica y vivir con su familia en las amplias instalaciones de la Avenida del Río.La familia Fernández Riva había crecido, ahora demandaba más gastos y más espacio. Papá aceptó la oferta, renunció a su trabajo en el Diario del Pacífico y nos trasladamos a la diocesana, casa que era conocida así por ser una propiedad de la diócesis de Cali que editaba sus publicaciones en la imprenta que allí funcionaba.

En una parte de la amplia edificación funcionaba la imprenta y en otra estaba situada nuestra confortable residencia. En la parte de atrás de la casa había  un gran “mangón” que medía una manzana completa, todo un lujo. Este patio enorme, a manera de una pequeña finca, representó una gran fuente de entretenimiento y distracción para toda la familia y nos dejó a todos los que lo vivimos, recuerdos inolvidables. Grandes árboles de nísperos daban un toque muy grato al lugar y era emocionante cuando llegaba la cosecha. Éramos expertos en subir a los árboles para coger los nísperos sin importarnos que estos estuviesen todavía un tanto verdes; los enterrábamos dentro de la arena que había en varios montículos, sobrantes probablemente de alguna construcción; en una semana ya estaban maduros y listos para comer. Una delicia.


Felices,  en el amplio patio de la casa Diocesana, donde mis hermanos y yo vivimos tantas aventuras. De izquierda a derecha, mi hermano Javier, Ernesto, yo, Leonor Fernández Riva, mi hermano Claudio y adelante Álvaro.

A papá, por la influencia que recibió de su abuela, siempre le gustó la naturaleza; en cierta ocasión seleccionó una pequeña franja de terreno, la cercó, nos compró azadones, palas y rastrillos y con la “ayuda” de todos nosotros creó una hermosa huerta casera. En ella cultivábamos repollos, lechugas, rábanos, tomates, enormes zapallos,  y otras verduras y hierbas aromáticas que mamá usaba en sus potajes. Era muy emocionante recoger las cosechas de esos frutos que nosotros mismos habíamos cultivado y que compartíamos generosamente con familias amigas como los Caicedo, las Navarro y los Salazar, quienes nos visitaban frecuentemente.

Cuando llegaba a la ciudad la cosecha de mangos, papá solía comprar cajas enteras de mangos maduros que nos sentábamos a saborear con deleite bajo un gran árbol que había en el patio.  Él  siempre fue muy generoso y disfrutaba dándonos todos los gustos que podía. Teníamos un papagayo de vistosos colores y mamá criaba también gallinas, pavos y patos. Los patos tenían un estanque y nosotros una pequeña piscina donde nos divertíamos muchísimo. Mientras tanto, íbamos creciendo y cada uno comenzaba a demostrar sus inclinaciones. Según contaba mamá, una de las diversiones del pequeño Javier por aquellos felices y despreocupados días en que los complicados cálculos económicos estaban tan lejos de su pensamiento, era botar por un sifón del patio los pavitos recién nacidos. “Ingenua travesura” que de seguro le habrá ocasionado uno que otro pescozón y desde luego la consiguiente preocupación maternal sobre sus imprevisibles inclinaciones futuras.




En el maravilloso patio de la Casa Diocesana. Una época feliz, llena de aventuras y de juegos. Atrás, mis hermanos Javier, Claudio (q.e.p.d.) y claro, yo, Leonor Fernández Riva. Adelante, de izquierda a derecha, Álvaro, Ernesto y Martha Cecilia, mi hermana fallecida también tempranamente a la edad de treinta y cinco años. Pero por esos dichosos días no sabíamos todavía nada  de la odiosa vejez ni de la insoslayable visita de la  temida Parca. El mundo era hermoso y estaba a nuestra disposición por toda la eternidad.



Pero estas travesuras eran acontecimientos aislados y formaban parte de la aventura de nuestro crecimiento. Lo cierto es que en la diocesana la pasábamos muy bien y siempre teníamos cosas divertidas en qué ocuparnos. Recuerdo, a modo de ejemplo,  la gran emoción que nos daba a todos buscar por el patio el lugar donde las patas habían puesto sus huevos y descubrir también los huevos de las bimbas que eran grandes y pecosos. Muchos proyectos de patos y de bimbos quedaron truncados ante la inquietud investigadora, especialmente de Javiercito, de romper los huevos para observar el crecimiento de los pequeños embriones.


En el gran patio de la Casa Diocesana donde mi padre editaba La Voz Católica. Atrás, de pie,  mamá cargando en sus brazos a mi hermana Martha Cecilia, a su lado Rosa Stella y  yo, Leonor Fernández Riva. Sentados, Javier, Álvaro y Ernesto y adelante Claudio. ¿Cómo pudimos perder ese paraiso? ¿Por qué crecimos?

Al fondo del patio por idea de mi hermano Claudio, que por su edad nos llevaba mucha ventaja en cuanto a ideas y planificación, habíamos construido con ladrillos sobrepuestos y madera una casita para juegos donde nuestra mente infantil influenciada por los fantásticos cuentos que mamá nos relataba en las noches  nos hizo vivir momentos llenos de misterio y aventura.

A pesar de su arduo trabajo, papá sacaba tiempo para colaborar en nuestros juegos. Con su ayuda elaboramos con madera y tarros de pintura vacíos unos prácticos zancos de madera con los cuales nos divertíamos muchísimo, éste era uno de nuestros juegos preferidos, con ellos apostábamos emocionantes carreras. Pero también gozábamos en grande saltando con garrochas improvisadas con largos palos, con los cuales dábamos saltos verdaderamente increíbles aterrizando temerariamente en los montículos de arena. Esas prácticas de salto fueron, a no dudarlo, un efectivo entrenamiento para muchas difíciles situaciones futuras.

Para ilustrar el gran tamaño del patio de la diocesana, es bueno anotar que el edificio actual de la Cámara de Comercio de Cali, se levantó en una pequeña parte de ese patio. En cierta ocasión un circo que llegó a la ciudad arrendó la mitad del terreno para colocar allí su carpa. La curia a la cual pertenecía el terreno contrató varias decenas de soldados para que levantaran un muro provisional que dividiría el terreno arrendado al circo de nuestra casa. La presencia tan cercana de los militares en pleno patio nos llenaba de emoción; mamá colaboraba preparándoles jugos y emparedados que ellos, en medio del calor reinante y del cansancio de su trabajo, agradecían efusivamente. El muro que construyeron los soldados era sólo provisional para esta situación en particular, por este motivo se levantó  sin argamasa, solamente sobreponiendo unos  ladrillos  muy grandes y huecos que se utilizaban en aquellos días en las construcciones de Cali.



                Leonor Fernández Riva.
En el muro de ladrillos sobrepuestos de la Casa Diocesana.   La expresión maternal hacia mi muñeca revela tempranamente mis admirables dotes maternales. Se alcanza a ver la sombra de mi  inolvidable padre, José Fernández Morgado, al momento de tomar  la foto.

Saber que un circo iba a instalarse al otro lado de nuestro patio fue para todos nosotros una experiencia única. Nuestra curiosidad de niños hacía que, venciendo las dificultades y arriesgándonos a una fuerte caída,  nos trepáramos hasta lo alto de los frágiles ladrillos para ver con disimulo a los artistas del circo. En estas andanzas Ernesto se cayó unas cuantas veces, con tan mala suerte que en varias ocasiones le cayó también un ladrillo en la cabeza que le produjo una herida con mucha hemorragia y el consiguiente susto de todos, especialmente y como es de imaginar, de mamá quien tenía que salir corriendo con mi padre a una clínica para que le suturaran la herida. Un verdadero “cabezaetiesto”: llegó a romperse ocho veces la cabeza (todo un récord, incluso comparándolo con los  múltiples percances de los pequeños Fernández Riva), circunstancia que seguramente tiene que haber contribuido en algo a formar el carácter “apacible y ecuánime” que ha distinguido siempre a mi hermano.

Pero ver a los artistas del circo en sus ensayos y después con sus vestidos de gala era para nosotros algo maravilloso, una experiencia que justificaba todos nuestros esfuerzos y sacrificios. No nos cansábamos de observar a los animales, los payasos, los trapecistas, todo el movimiento del circo y de imaginarnos a su alrededor miles de historias. Cuando el circo terminó su temporada en Cali y se marchó nos atrevimos a cruzar el muro y revisar el terreno donde habían estado las carpas. Con gran alborozo encontramos uno de esos garrotes planos con los cuales los payasos suelen darse sonoros planazos en sus actuaciones. Fue un hallazgo maravilloso que nos produjo mucho alborozo y carcajadas. Nos divertimos como locos durante mucho tiempo simulando que nos perseguíamos y nos pegábamos unos tremendos golpes, que en realidad no producían sino mucho ruido, con la consiguiente risa del que los daba, del que los recibía y de todos los  espectadores.

Aunque la curia había alquilado este terreno en forma provisional para este circo en particular parece que la cosa resultó un buen negocio y en adelante, para nuestro contento, muchos circos ocuparon ese mismo terreno. Uno de los que más recuerdo fue el Razore, que tenía en su elenco jirafas, elefantes, camellos, micos, osos, caballos, perros, cebras… Recuerdo especialmente un acto encantador con focas amaestradas que jugaban con bolas de fuego. Es de imaginar nuestra fascinación al contemplar de cerca todos esos animales. Pero ese famoso circo sufrió una terrible tragedia. En uno de sus viajes por mar, el barco en el que se dirigía a otro país con todo su elenco, naufragó. Murieron todos sus animales y algunos de los artistas del circo. Esta catástrofe  conmocionó al mundo.
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Papá fue siempre un enamorado de los espectáculos circenses y  nos inculcó también a todos nosotros, sus hijos, la afición por ellos; no sé cómo se las arreglaría en lo económico, pero lo cierto es que no hubo circo que visitara la ciudad que nosotros no fuéramos a ver. Desde  luego, en ese tiempo íbamos a galería, y no precisamente por razones sentimentales pero creo que para todos los que vivimos aquellos días sigue siendo siempre más atractivo asistir a las funciones circenses desde los bulliciosos graderíos de la galería que juiciosos y alineados en las aburridas sillas de palco y luneta.
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 Cada uno de nosotros soñaba con llegar a ser en el futuro parte del espectáculo: yo, por ejemplo, estaba segura -no me cabía la menor duda-  de que llegaría a ser la bastonera o “guaripola” (como se les decía en esos días a las bastoneras que encabezaban el desfile de presentación de los artistas del circo) más aplaudida y admirada del mundo.  El paso y el “peso” de los años me hicieron  desistir, muy de mala gana desde luego, de este admirable  propósito. Debo aclarar, no obstante, que a juicio de mis contertulios mis cualidades histriónicas han perdurado y hasta se han incrementado a través del tiempo.


En el gran patio familiar, de la Casa Diocesana de Cali. Atrás, Leonor Fernández Riva,  Claudio y adelante de izquierda a derecha: Álvaro, Javier, Ernesto y Rosa Stella. Éramos felices, así, sin ninguna reflexión y sin ningún tipo de análisis. Realmente felices.
     

Leonor Fernández Riva
A la edad de siete años con la moda de aquellos años para los niños pequeños. Yo, claro, obediente siempre no oponía ningún reparo. Creo que desde esos tempranos años ya me fui aficionando  por los moños y perifollos.

 Y el tiempo fue pasando

Mi hermano mayor, Claudio yenía ya once años y yo solo siete; de eso han pasado tantos, tantos años, pero recuerdo como si fuera ayer que en la Navidad de ese año le regalaron la colección El tesoro de la juventud. Cuando observé las cajas y los veinte libros me quedé extasiada. ¡Qué vistas tan lindas tenían y qué cantidad de cuentos y de historias! Recuerdo cómo olían de delicioso sus páginas; ese olor tan especial es un recuerdo inolvidable de estos libros que son,  sin duda alguna  los que más felicidad me han proporcionado. Mi hermano  tiene que haberse sentido feliz como nadie con este maravilloso regalo en esa lejana Navidad; regalo que  disfrutaríamos uno a uno todos  los Fernández Riva y que determinaría grandemente nuestra perentoria adicción a la lectura.


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