sábado, 29 de octubre de 2011

Antonieta Riva de Fernández, mi madre








Antonieta Riva de Fernández
            El Callao (Lima, Perú) el 9 de julio de 1914 – Cali, Colombia, 2 de abril de 2007
              Texto publicado por Leonor Fernández Riva en el libro “El legado de Toña". 


Antonieta nació en el puerto de El Callao (Lima, Perú) el 9 de julio de 1914. En esos días se libraban en Europa las batallas iniciales de la Gran Guerra, pero aquellos trágicos acontecimientos no interferían mayormente en la apacible vida de los pueblos de América del Sur, pues las noticias llegaban menguadas hasta estas latitudes a través de los únicos medios de comunicación de la época: los radios de onda corta y los teletipos de los periódicos. ¡Parecían tan lejanas!
Lima era para entonces una ciudad cosmopolita que conservaba, sin embargo, el encanto y la tranquilidad de las poblaciones pequeñas y provincianas. Aún podían verse transitar por sus calles, junto a los sorprendentes automóviles, elegantes carruajes de caballos conservados amorosamente por algunas familias aristocráticas. Y era típico observar también por los barrios limeños el paso de los burritos cargados de frutas y verduras. Había mucho tiempo para el esparcimiento y el recreo. En las noches las gentes se reunían en los parques para disfrutar amenas retretas con las bandas municipales, y en el verano las playas se llenaban de alegres bañistas cuyos «atrevidos vestidos de baño» eran criticados por la recatada sociedad limeña. La religiosidad ocupaba también una parte importante del tiempo de los limeños. La población acudía en masa semanalmente a cumplir con los ritos dominicales. Los santuarios de Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres, los santos limeños, eran muy venerados y en la Semana Mayor la procesión del Señor de los Milagros concitaba la devoción de todos los habitantes. La multitud no cabía en las calles; el recorrido de la imagen milagrosa por el centro de Lima se hacía al grito de «¡Avancen, hermanos!»
No existían todavía los grandes supermercados, pero las plazas de mercado limeñas eran un regalo a la vista y el olfato. Había abundancia de frutas, verduras y productos importados. En el suelo se amontonaban los bultos de aceitunas negras y verdes, de ciruelas pasas, de higos, de bacalao noruego. Las tiendas de los chinos, que habían llegado años antes al Perú en gran número, ofrecían toda clase de productos, algunos exóticos y desconocidos. Los carnavales se celebraban en Lima con gran euforia. En algunos barrios los vecinos cerraban las calles y se armaban alegres y bulliciosos bailes. De noche, los salones y clubes de la capital se llenaban de luces y elegancia en fiestas suntuosas en las cuales los participantes se «atacaban» con «sprays» de perfume. El carnaval se prestaba para el coqueteo y los noviazgos. En aquellos días las personas no pensaban mucho en el futuro; vivían y disfrutaban el presente.
En esa ciudad polifacética, de claro corte español, cuyas calles empedradas y estrechas encerraban tantas historias y leyendas; en aquel ambiente algo frívolo y despreocupado, transcurrieron la niñez y la juventud de «Toñita», como sería conocida siempre Antonieta por amigos y familiares.
Antonieta creció en una familia de clase media, muy unida, alegre y «jaranera» (la palabra «jarana» equivale en Colombia a «rumba»). Una familia que disfrutaba reuniéndose con cualquier motivo. Su niñez fue feliz. En su casa todos la querían y consentían. Sumamente despierta, tenía excelente memoria. Aprendía con rapidez en el colegio largas poesías que luego le pedían recitar en todas las reuniones, lo que hacía sin complejos ni timideces. Aunque no era una niña especialmente bonita, tenía un gran encanto natural y mucha picardía. Su madre, profesora de primaria y defensora de la norma «la letra con sangre entra», le impartió una educación estricta que incluía tanto su formación social y moral como el estudio de los clásicos y la literatura peruana.
Antonieta era una buena lectora. Disfrutaba leyendo lo que llegaba a sus manos y conversando más tarde sobre ello. Tenía espíritu competitivo. Le gustaba sobresalir y destacarse. Pero su verdadero placer lo encontraba pasando largas horas en la cocina, en compañía de su abuela Hilaria, viéndola mover peroles y picar ingredientes al preparar las viandas de cada día. Junto a ella, Antonieta fue adentrándose desde muy niña en los secretos y la sazón de la deliciosa comida peruana. De su abuelo italiano, Rodarico Riva, heredó también esta afición por la cocina y la tradición de los gustosos y elaborados platos europeos. Y, junto a su padre, Uldarico Riva, aprendió a degustar cotidianamente manjares escogidos, que llegaban de todas partes del mundo a los puertos de El Callao y Sechura, de los que Uldarico era administrador. En su hogar eran familiares los jamones ahumados envueltos en papel encerado que venían de Alemania; el queso gruyere, de Holanda; el mazapán y el turrón español, desde la madre patria; las mantequillas de Dinamarca y los bacalaos noruegos. Así, en medio de alegrías sencillas y mucha unión familiar, matizada siempre por exquisitas viandas, transcurrió la vida de la juvenil Antonieta y esos son también los recuerdos gratos que guardó siempre en su memoria pues, aunque se marchó muy joven del Perú, siempre preservó como un tesoro las costumbres y tradiciones de su ciudad nativa.
Al crecer, Antonieta se convirtió en una jovencita espigada y muy atractiva, que solía acompañar a sus tías mayores a los infaltables bailes limeños. La pequeña «Toñita» era muy simpática, tenía lo que en Perú llaman «jale»; siempre estaba rodeada de pretendientes. En las reuniones los chicos hacían cola para sacarla a bailar. En una de estas ocasiones acompañó a su tía Marina a una matiné bailable que parecía sería una de tantas. Pero en esta fiesta conocería a un carismático caballero cubano que cambiaría su vida. Antonieta se sintió inmediatamente atraída por el guapo, simpático y elegante personaje y éste a su vez quedó prendado desde el primer momento de la bella y graciosa peruanita. Así, de forma casual y aparentemente intrascendente, como suceden casi todas las cosas trascendentes en la vida, empezaría una larga historia de amor.
El matrimonio entre José Fernández Morgado, mi padre,  fundador de Impresora Feriva, y Antonieta Riva Herrera, se celebró en el año 1931. Antonieta contaba diecisiete años; José, treinta y tres. Durante los siguientes tres años se radicaron en Lima. José Fernández trabajaba como linotipista y titulador en el diario El Comercio de Lima, donde era muy apreciado y querido por la familia Miró Quesada, fundadora del tradicional matutino limeño. No obstante, el cubano, poseedor de un temperamento hogareño y más bien reservado, no se sentía completamente a gusto en la alegre y festiva capital peruana. En su memoria estaban las cálidas y acogedoras tierras colombianas que ya había conocido al residir durante un año en Cartagena. A “Toña”, de temperamento abierto e inquieto, le pareció interesante la idea de conocer otras tierras y otras gentes. Nada veía difícil ni extraordinario si lo enfrentaba junto a su esposo al que tanto quería. Y así, dejando atrás familiares, costumbres y tradiciones, un buen día el matrimonio Fernández Riva se hizo a la mar con destino a Colombia. Lo último que recordó siempre Antonieta de su partida de Lima fue la figura austera y triste de su tío Augusto parado en el muelle agitando la mano como despedida. El resto de la familia prefirió no asistir a un momento que consideraban tan triste, pues antes ningún otro pariente había marchado a radicarse en el exterior.
Tras dos semanas de navegación llegaron en el Cerigo a Buenaventura y de allí tomaron el camino a Bogotá donde Morgado el cubano, como sería más tarde conocido por su apellido materno, dirigiría los talleres de El Siglo de Laureano Gómez. El político conservador le brindó su amistad y aprecio desde el primer momento y le distinguió siempre con especiales muestras de cariño y deferencia. El trayecto por tierra desde Buenaventura hasta Bogotá le permitió a la pareja hacer un puente en la ciudad de Cali y conocer brevemente la cálida y acogedora ciudad del Valle del Cauca que tanto se parecía a las de la lejana Cuba. Días después Bogotá les acogió con gran simpatía. Fueron muchos los acontecimientos gratos que rodearon su estadía en la capital. Estadía que duraría tres felices años. Pero, lentamente, la inconformidad empezó a abrirse nuevamente camino en la mente del cubano Fernández Morgado. La deshonestidad de algunos compañeros de trabajo y la escasez de agua de la capital, algo endémico de la Bogotá de aquellos días, precipitaron las cosas. Y, nuevamente, la inquieta pareja volvió a hacer maletas, esta vez con destino a Cali. No lo presentían en aquellos momentos, pero en aquella ciudad se radicarían definitivamente y formarían una extensa familia.
La ciudad a la que llegaron José y Antonieta en 1937 era muy diferente de la actual metrópoli. Cali era en ese entonces un pueblo grande donde todo transcurría en forma sencilla, austera y familiar. La vida tenía el encanto de la familiaridad; del conocerse todo el mundo. La calidez y sinceridad de su gente se hicieron patentes desde su llegada. Los amigos que les brindaron su amistad en ese primer momento son los amigos de la familia que aún perduran.
Iniciaron entonces un camino que no siempre sería fácil. La vida despreocupada y un tanto frívola de la ciudad de Lima había quedado definitivamente en el pasado. La familia Fernández Riva fue creciendo a través de los años. Fueron once los hijos que llegaron al hogar de Antonieta y José: Claudio José (q.e.p.d.), el mayor; Leonor María, los mellizos Ernesto José y Javier Antonio (q.e.p.d), Rosa Stella, Álvaro José, Marta Cecilia (q.e.p.d); Manuel Vicente, María Eugenia, Carlos Guillermo y José Enrique, el menor y el único, más conocido por su sobrenombre de “Pepito”. Afrontar las necesidades de una prole tan numerosa era una labor titánica. Morgado, el elegante y carismático cubano, dedicó entonces toda su capacidad y todo su tiempo y esfuerzo a levantar a su familia. Y Antonieta, la graciosa y encantadora limeña, dejó en el recuerdo la alegría y la jarana que habían sido parte importante de su vida juvenil, para dedicarse a educar y formar a sus hijos. Anhelaba verlos a todos convertidos en excelentes ciudadanos y profesionales exitosos. Con gran inteligencia supo inculcarles el deseo de superación y el amor por la lectura y el estudio. Con inmensa ternura preservó las costumbres culinarias de su tierra nativa y les brindó a su esposo y a sus hijos en cada comida familiar una copia exquisita de las delicias que años atrás aprendió de su abuela cuando era una niña.
Fernández Morgado trabajó durante varios años en Diario del PacíficoRelator y en La Voz Católica, empresas donde dejó impreso su sello de empuje, capacidad y honestidad a toda prueba. Sin embargo, en su mente ya tenía firmemente determinado que sería independiente, que formaría una empresa propia, una empresa para su familia. Este sueño se convertiría en realidad con el correr de los años. Pero no sería labor de un día. Fueron años de lucha, de adquirir poco a poco, casi a costa de su misma sangre, los implementos necesarios para crear su imprenta. Muchas decepciones, mucha falsedad encontró a lo largo del camino, pero también verdaderos amigos, familiares de corazón, como Susana Vaccari, la inolvidable amiga que les dio la mano a él y a Antonieta con un regalo asombroso y providencial en el momento en que más lo necesitaban. En esta lucha sin tregua para criar y educar a su familia y levantar su empresa editorial estuvo siempre a su lado Antonieta, la gentil y entusiasta dama peruana a la que un día unió su existencia y que lo acompañó a lo largo de su vida respaldándolo y apoyándolo siempre en su lucha, en sus sacrificios y en sus realizaciones y brindándole un sabor especial a su existencia con las delicias de una cocina que siempre tenía algo mágico y delicioso para ofrecer.

 José Fernández Morgado, mi padre,  falleció el 24 de mayo de 1987, un año después de que le fuera otorgada la ciudadanía colombiana, a la edad de noventa años. Quiso morir siendo colombiano, pues como solía repetir: “Aquí, donde todas las cosas me hablan de amor, aquí está mi patria”.

Mi madre sobrevivió veinte años a mi padre. Tuve el inmenso privilegio de acompañarla en los últimos años de su vida y de llevar alegría y amor a su vida.  Cuando se acercaba su cumpleaños número noventa, me surgió la idea de recopilar de sus propios labios esas recetas con las que nos había hecho felices a  lo largo de toda su vida. A través de muchos días fui realizando esta labor. Y luego, con la ayuda de mi hermano Ernesto, magnífico corrector de estilo, fuimos transcribiendo esas recetas a un lenguaje muy sencillo pero claro para que fueran completamente comprensibles y fáciles de realizar por cualquier persona que se animara a hacerlo. Personalmente escribí el prólogo, la dedicatoria y la biografía final. Y cuando todo estuvo listo se realizó en la empresa gráfica de la familia  la edición del libro  al que le titulé El legado de Toña. 

Cuando llegó el gran día de su cumpleaños organizamos una celebración inolvidable: exquisitos y variados manjares, serenata con mariachis, himno nacional del Perú con un trompetista al momento de apagar mi madre sus noventa velas, deseos y palabras de cariño expresadas por  cada uno de los miembros de nuestra familia y de los amigos íntimos presentes en el evento. Y al final,  cuando ya  la fiesta declinaba me acerqué a mi madre con una gran vasija de barro en la que había puesto los libros y le dije: "Mami le hemos servido a los invitados exquisitas viandas, pero este es el plato final y quiero que usted le ponga su sazón".  

Y en ese instante destape la vasija de barro y le enseñé los libros. Es de imaginar la sorpresa y felicidad de mi madre. Nunca voy a olvidar su expresión, entre emocionada, feliz y sorprendida. Fue realmente algo maravilloso.

 La primera edición del Legado de Toña fue publicada y obsequiada a mi madre  en su cumpleaños número noventa. A esa edad y hasta los noventa y tres años continuó dirigiendo su casa con la misma lucidez y firmeza de sus años juveniles. Siguió encontrando placer en la lectura y en las actividades sociales, pero sobre todo, continuó uniendo a todos sus hijos, familiares y amigos, y enriqueciendo nuestras vidas con sus ya proverbiales y míticas tertulias gastronómicas en las que siguió sorprendiendo a todos con la variedad y exquisitez de sus viandas, cuyas recetas dejó como precioso legado a toda la familia. 

El lunes 2 de abril de 2007 Antonieta Riva de Fernández, “Toñita”, falleció en la Clínica Nuestra Señora de los Remedios de Cali. Se fue plácidamente en medio del cariño y tribulación de todos quienes la conocimos,  admiramos  y quisimos.

El tiempo continúa su paso inexorable. Ya se cumplieron tres años de su partida, pero su imagen querida y su ejemplo de amor, entrega y generosidad están hoy, como ayer, presentes en mi memoria y en mi corazón.

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