lunes, 17 de octubre de 2011

Un poco de historia


Algo más sobre mí

Nací en Santiago de Cali a mediados del siglo pasado. Una ciudad  muy diferente a la de ahora, quizá todavía un poco provinciana, pero  tranquila, segura, sin invasiones, sin barrios miseria, sin embotellamientos de tránsito. Una ciudad en la que  podías caminar sin recelo prácticamente por todas  partes;  disfrutar sus ríos incontaminados; bañarte en los alejados charcos del Cabuyal sin ningún  peligro; pasear  de noche  y desprevenidamente por la Avenida del Río (y por todas partes);  hacer tus compras sin recelo en la galería del Calvario;  acudir a misa en la madrugada y toparte con las infaltables  beatas vestidas rigurosamente de negro. Una ciudad en la que todavía  era frecuente ver el sacerdote en las mañanas llevando los santos óleos  a un  enfermo  grave  en medio de cantos religiosos  y  a través de un camino cubierto de pétalos de rosa;  en la que el zapatero remendón, el afilador, los compradores de botellas usadas, los soldadores de ollas, la leche repartida en camioneta,   eran  figuras cotidianas en todos los barrios. Una ciudad en la que todavía las mujeres no acostumbrábamos usar pantalón sino para los paseos campestres;   en la que no existían aún las marcas famosas ni los grandes supermercados y en la cual los   restaurantes se contaban con los dedos de la mano.  En la que todavía no había asaderos de pollos, pizzerías ni comida rápida  y en  la cual  debíamos acudir necesariamente al centro a realizar nuestras compras pues era la única zona comercial de la ciudad.  Una ciudad inolvidable,  amable, sencilla y cálida en la que era notoria la alegría y el  espíritu  rumbero de sus habitantes pero que todavía no se había convertido en la Capital Mundial de la Salsa,  pues era simplemente, la Sultana del Valle. Una hermosa, señorial  y cálida sultana.

Disfruté  una niñez mágica marcada por los relatos  maravillosos de mi madre  y por las costumbres y   ritos   cautivadores  con los cuales ella rodeó  mis primeros años. Creo que empecé a amar los libros desde el vientre materno. Mamá fue una mujer muy inteligente, una gran lectora y una madre incomparable.  Para ella cada uno de los embarazos de sus once hijos  fue el periodo sagrado de la gestación de un ser feliz.  Durante  sus embarazos, procuraba  tener solo pensamientos positivos;  leía  muchos libros, pero solo libros con historias felices. Creo que mi concepción y gestación debieron ser  inusitadamente placenteras  porque nací con una sorprendente propensión  a ser feliz y  a ver siempre, o casi siempre,  el lado amable de la vida.  suelo decir parafraseando los versos de César Vallejo: yo nací un día que Dios estaba alegre… feliz.

Sería largo contar la serie de hechos felices que rodearon mi infancia   pero  en mi corazón se quedaron grabadas  indeleblemente sobre todo,  las vivencias que disfruté en la temporada que vivimos en  la casa  Diocesana de Cali en la que funcionaban los talleres del periódico  La Voz Católica que mi padre ;  una casa con un mangón de más  dos manzanas donde viví junto a mis hermanos pilatunas sin cuento. Otra etapa inolvidable de mi niñez fue la  encantadora estancia en Popayán caracterizada por innumeras y  gratas correrías. Y siempre, siempre,  a través de todos mis momentos y de todos mis espacios,  los libros, muchos libros.   Ellos, como siempre lo digo, han representado en mi vida,  la  más maravillosa aventura.

Nunca fui una belleza en el sentido estricto de la palabra pero al crecer me convertí en una jovencita esbelta y   atractiva que arrancaba muchos piropos a su paso por la calle y sobre todo en los paseos al río cuando acudía al Bosque Municipal en compañía de mi padre y de mis hermanos.

Estudié en la Sagrada Familia y al graduarme de bachiller decidí acompañar a mi padre en su empresa gráfica que en ese momento estaba todavía en formación. Esa fue mi universidad. Allí, aprendí a admirar el coraje,  la inteligencia y el amor por su familia  de ese ser excepcional que fue José Fernández Morgado, mi padre.  Mis funciones a su lado eran multifacéticas.  ayudaba a corregir textos,  llevaba la elemental contabilidad, atendía a los clientes, cotizaba, cobraba, plegaba, encarraba las revistas y periódicos;  acudía al banco a depositar cheques,  hablaba con el gerente para solicitar sobre giros (algo muy frecuente en esos primeros años de la empresa)…  Y si por algún motivo no acudía la chica de la limpieza, pues barría y servía los tintos.  Ese fue un periodo realmente inolvidable y enriquecedor  de  mi vida sobre todo por la presencia de mi padre.

 Esta etapa terminó al contraer matrimonio. Desde los quince años  mantuve a la  un noviazgo por carta con un joven manizalita que estudiaba Ingeniería Química en la Escuela  Politécnica de Quito. Nos conocimos en Cali en una Novena de Navidad de las que se acostumbraba realizar en los barrios por ese entonces.  Al verme, quedó literalmente flechado  Iniciamos nuestro noviazgo y al  marcharse a estudiar a Ecuador, nuestra relación continuó por correspondencia. Lo enamoró mi presencia pero  lo  conquisté con mis cartas. Creo que allí empecé mi carrera como escritora.  Nos casamos un año antes de terminar su carrera.  No quiso esperar más.  Yo tenía veinte años y él veinticuatro.

Luego de nuestro matrimonio viajamos  a Quito ciudad en la cual  él debía continuar su último año de estudios universitarios.  Al graduarse tomamos la decisión de radicarnos en esa ciudad. Quito era en ese entonces y lo sigue siendo, una ciudad encantadora, de gente amable y buena y  con un entorno lleno de misterio y de leyenda que nos cautivaba.

Yo iba a ser -así me lo había propuesto-, la mejor esposa del mundo, la mejor cocinera, la mejor amante, la mejor ama de casa, la mejor compañera,  pero a veces las cosas no resultan como uno las planifica. Esencialmente romántica, había imaginado una relación casi como de cuento de hadas.   Y claro, no resultó así. Mi matrimonio a pesar del enamoramiento y pasión iniciales empezó a mostrar grietas de profunda incompatibilidad.  Y en algo que para mí era fundamental:  los libros y la lectura. A mi esposo poca gracia le hacía que yo “perdiera “el  tiempo leyendo.  Pero me había casado para toda la vida. Por  mi mente no pasaba siquiera la idea de  separarme de alguien a quien le había jurado amor eterno.  Y traté entonces de acoplarme a mi nueva realidad. Mi vida de casada continuó pues   con altos y bajos, con momentos a veces felices y a veces frustrantes a través de muchos años.  

  Nacieron mis tres hijas; crecieron; fueron primero  al colegio y luego a la universidad. Durante todo  ese tiempo fui esencialmente madre, esposa y ama de casa. Pero mi refugio eran los libros, la lectura. Asistía a cursos de literatura y mantenía con algunas amigas un grupo literario en el cual comentábamos los libros que leíamos.  Colaboré también como ejecutiva de cuentas de Dinners Club del Ecuador  y luego como correctora en la revista mensual de esa empresa.  En determinado momento la editorial del  Banco Central del Ecuador convocó a un concurso para elegir correctores de estilo para la gran cantidad de libros que se editaban en esa institución.  Al ingresar al salón en que nos tomaron la prueba vi  a unas cincuenta  personas;  grande fue mi asombro  al ver a varios reconocidos periodistas y escritores  entre los participantes.  Contesté el examen que nos dieron a cada uno y me retiré sin mayor esperanza. Cuál no sería mi sorpresa al saber días después que había sido elegida entre todas esas personalidades para desempeñar el cargo de correctora gramatical y de estilo de esa casa editora. En esa editorial trabajé como correctora durante dos años hasta que enfermó gravemente la menor de mis hijas.  En ese momento lo dejé todo y me dediqué a ella. Luché por salvarla.  Pero mis esfuerzos fueron inútiles. La vida me deparó  el  dolor más intenso que haya experimentado jamás al  verla morir  un mes antes de cumplir quince años a causa de un cáncer maligno  en la glándula suprarrenal.

Pero la la vida continúa y también esta vez, a pesar de mi pena, siguió su curso.  A lo largo del tiempo, de los sufrimientos  y dificultades que nunca faltan, he comprobado que el mejor remedio para el dolor es el trabajo.  Un año después volví  a trabajar  como correctora, esta vez  en la editorial Abya Yala  de los padres salesianos. Una editorial que publicaba una gran cantidad de libros anualmente. Durante esta misma etapa  trabajé también  en el  periódico La Hora de Quito,  una maravillosa experiencia periodística pues en ese diario colaboré no solo como correctora sino  también  como periodista con  algunos artículos y crónicas. 

El tiempo siguió  su marcha. Mis  dos hijas se casaron y formaron sus propios hogares.  Y entonces, mi esposo y yo volvimos a quedarnos solos,  pero  enfrentados ahora a  nuestra soledad compartida. Las grietas que nos separaban   se hicieron profundas,  insalvables.   Después de más de treinta años de matrimonio, tomé la decisión de separarme.

Es duro decirlo, pero a partir de ese momento  volví a  experimentar la inmensa satisfacción de sentirme nuevamente libre, de volver a ser simplemente como tantos años atrás, Leonor Fernández Riva. Y fui feliz. Intensamente feliz.  Ya separada edité en Quito una revista de añoranza que titulé Quiteñidad y que fue calurosamente recibida por toda la sociedad quiteña.

Al año siguiente regresé a vivir nuevamente a Colombia al lado de mi madre anciana. La vida me otorgó el inmenso privilegio de poder  acompañarla en la última etapa de su vida y de confortarla luego al momento de su muerte.

Pero en Cali, me aguardaba nuevamente el destino.  En la tarde de mi vida y cuando menos lo esperaba, llegó nuevamente el amor. Y tuve  la dicha indescriptible  de  compartir un amor apasionado y único  con un  ser especial.  Un hombre de una gran belleza física y espiritual.  Un hombre que me adoró y al que yo quise con la  locura y con la entrega que solo se tiene en esta etapa de la vida.

 Pero el destino no transita por caminos rectos y previsibles. Cuando menos lo esperaba, cuando la vida sonreía y parecía que mi dicha iba a ser eterna, la muerte me arrebató de pronto y sin aviso ese maravilloso ser. Santiago, mi gran amor,  falleció repentinamente a la edad de cincuenta y seis años víctima de un aneurisma.  Y en ese momento, literalmente,  se me rompió el corazón. 

Me costó recobrarme. Pero como bien dijo Cortázar en la tumba de su novia: “la vida es más fuerte que el dolor”. Y esta vez también, la agonía de ese adiós sin remedio fue dejando lugar  poco a poco con el paso del tiempo a un sinnúmero de recuerdos hermosos. Y el dolor de la ausencia del ser amado se transformó entonces en la dulce evocación  que hace plena y llevadera mi existencia.

Ahora,  tengo un nuevo amante, un amante  que llegó  también en la tarde de mi vida; un amante prodigioso que me depara intenso placer; que siempre está allí cuando lo necesito, que me cuenta siempre historias nuevas, que me mantiene al día en todo lo que sucede  y  que absuelve todas  mis dudas; aunque a veces, solo a veces,  me saca también de quicio cuando se desconfigura o se contamina con ciberbichos. Ese amante es  mi computador. Con su ayuda y mi loca imaginación me la paso escribiendo multitud de historias que se me vienen a la cabeza. O comentarios que se me ocurren acerca de muchas, muchas  cosas y circunstancias  cotidianas. No sé qué haría sin él.  Creo que me he convertido en una ciberadicta.

Siempre me pregunto: ¿Cómo hicieron  escritores prodigiosos como Honorato de Balsac, Víctor Hugo, Moliere, Cervantes,  y tantos, tantos otros,  para escribir sus prodigiosos textos sin la ayuda de esta  incomparable  caja negra? El caso es que para mí  se ha vuelto indispensable. Con su ayuda edito anualmente  el Almanaque Imprescindible Leonor, una publicación con el sello  característico de las revistas de antaño.  Una réplica del conocido Almanaque Bristol pero a la que le he dado mi sello personal. En ella trato de guardar un sano equilibrio entre el humor, la información, la reflexión y las cápsulas de salud, cultura, gastronomía y consejos útiles. Todo muy ameno para el lector. Ya voy por el séptimo número y estoy imprimiendo treinta mil ejemplares.

Hace cinco años publiqué mi libro de poesías Cristal con poemas sencillos pero apasionados y sinceros que llegan al alma de quienes están enamorados.  Agotada la edición impresa ahora está de venta en la librería virtual de  Amazon.

Mantengo en internet  varios blogs sobre temas variados. El que más alimento  es el de Opinión en el que  presentó las columnas que son  publicadas en el Diario Occidente de Cali. Eventualmente colaboro también  en la corrección y edición de  varias publicaciones. Actualmente  ocupo transitoriamente el cargo de gerente general de Impresora Feriva, la empresa familiar,  y me ocupo también de editar íntegramente el boletín  interno de la empresa, una publicación dirigida al personal que labora en ella. He  participado en varios talleres literarios, todos muy enriquecedores pero en este momento  prefiero caminar sola sin influencias de ningún tipo. Mis grandes pasiones son la lectura y la escritura. No tengo sin embargo,  ninguna presunción respecto a mis escritos y mi única  expectativa al respecto es que más adelante, quizá  cuando ya no esté aquí, alguno de mis nietos  o  descendientes  lea cualquiera de mis textos y piense, aunque solo sea por un instante  en esa abuela loca a la que en el ocaso de su vida le dio por escribir.

Por lo demás, mi vida  transcurre plácida y sin mayores matices pero con mucha alegría y paz interior.  A pesar de mi edad ( no,  no se hagan ilusiones. No voy a decirla ) tengo una excelente salud y eso colabora mucho con mi bienestar.  Como bien decía mi madre: “El secreto de la felicidad está en tener buena salud y mala memoria”. Y yo disfruto de las dos, pero además he aprendido que la palabra que más rima con  felicidad es  tranquilidad y ella es  también una realidad en mi vida.

 Si tuviera que definir mi estado actual tendría que decir que soy feliz. Intensa, plena  y maravillosamente  feliz




No hay comentarios: